En el corazón del país hay un club próximo a cumplir noventa años llamado River Plate pero que en su escudo y camiseta luce los colores de Boca. En el mes en que vuelve a escena la mayor rivalidad del fútbol argentino, Augol viajó hasta Bell Ville para retratar esta superclásica historia que transcurre en una pequeña institución repleta de historias gigantes.

“¿Hola? Sí, ¿qué tal? Bien, bien, ya salgo para el club. Desde ahí donde están tienen como una hora más hasta Bell Ville. ¿Si se juega el partido? Y… está complicada la cosa. Con lo que llovió no creo. Nos vemos en un rato”.
Apenas cortaron con Augusto Fabbro, el presidente del River Plate de Bell Ville, los cronistas de Augol clavaron la vista en el horizonte que asomaba detrás de los surtidores de una estación de servicio ubicada en las afueras de Cañada de Gómez. Y antes de subir de vuelta al auto, sin abrir la boca pero con una mirada cómplice, se llenaron de dudas. ¿Y si finalmente el partido se suspendía? ¿Y si la historia detrás de la que iban no era tal? ¿Y si habían desperdiciado un domingo de sus vidas viajando mil kilómetros para nada? Lo bueno de hacer camino al andar es que uno ya está en la ruta y no cabe, entonces, la más remota chance de claudicar. Pero lo cierto es que en ese momento las dudas se multiplicaban.

Al llegar a Bell Ville y luego de tomar la Avenida Figueroa Alcorta, la dupla divisó en una esquina el escudo de Boca, al menos en cuanto a colores se refiere. Porque dentro de su franja amarilla no se leían las siglas CABJ, sino CABRP, es decir: Club Atlético y Biblioteca River Plate. Asomaba entonces un aliciente: aquel dato inicial de la existencia de un club llamado River pero vestido por los colores de Boca era cierto. La esperanza de volver a construir la superclásica historia volvía a tomar forma.
Pero poco duró la ilusión de los cronistas cuando tras el apretón de manos, Don Augusto Fabbro (de aquí en adelante, simplemente ‘Cacho’) les reconoció: “No, los domingos no viene nadie al club. Más tarde va a haber algo de movimiento por el torneo de bochas, pero no mucho. Acá no pasa nada”.
Para colmo, pocos minutos después llegó vía celular la confirmación de que toda la fecha estaba suspendida. Para ese entonces, la dupla viajera se arremangaban con la certeza que la iban a tener que remar bastante a la historia, sin partido y en un club donde 'no pasaba nunca nada'.
Los primeros minutos de la estadía de siete horas de AuGol en el predio de la esquina de Mitre y Corrientes se consumen charlando, café de por medio. Una brisa agradable ingresa por la puerta y las ventanas de la sede, cargada de una humedad que pronto traería lluvia. Aire limpio, ambiente silencioso. El salón de la entrada del club es grande y está habitado por mesas redondas para seis o siete personas, todas desiertas. Hay además dos mesas de pool que llevan años de desuso cubiertas con fundas. En las paredes, un LCD transmite en vivo un partido del Manchester que nadie mira y contrasta con las repisas que portan trofeos de éxitos pasados.

En esa atmósfera, como en su casa, Don Cacho se suelta. Y cuenta que allá por el ’23 un grupo de amigos quiso fundar un club pero que no lograban ponerse de acuerdo. Que se sucedieron hasta partidas de truco y de pool para desempatar, pero sin suerte y que algunos miembros, hinchas de Estudiantes e Independiente, desistieron y cedieron la decisión al nutrido grupo de hinchas xeneizes y millonarios. Finalmente, en un viejo almacén la cosa fue a sorteo, los de River triunfaron y le dieron nombre a la nueva institución, mientras que los de Boca debieron conformarse con que el equipo llevara sus colores. Desde allí, todo fue un vivir en los extremos para este club, que hasta fue epicentro de disputas entre algún presidente de River que ofreció apoyo económico para cambiar la camiseta y el famoso Alberto J. Armando, quien trató de disuadir a los socios para que cambien de nombre. “Sin éxito, claro”, completa sonriente el presidente.
De pronto, en medio de esa escenografía donde 'nada pasa' llega Elvio Bomone, vicepresidente, ex defensor del club e integrante del plantel que obtuvo el único título de River en la Primera División de la Liga Bellvillense, en 1975. Y el ida y vuelta se hace más intenso: los cronistas se enteran de que la Bruja Verón (padre) estuvo muy cerca de dirigir al primer equipo en los ’80. Y que diecisiete equipos de Primera División jugaron en la cancha del club amistosos a beneficio de las víctimas de un accidente (N.d.R: derrumbe del techo) en el gimnasio de boxeo del Club Argentino de Bell Ville, que en 1952 causó 32 muertes.
La charla sigue y aunque los directivos quieran evitar la polémica, asoma el malestar por un reclamo legítimo: el pase de Ariel ‘El Caco’ García, un volante de 20 años por quien Gimnasia y Esgrima de La Plata le debe a River desde hace más de un año una suma cercana a los 20 mil pesos por derechos de formación. “Y, los clubes del Interior siempre llevamos las de perder. Nos pasan por arriba y no tenemos muchas armas para pelearla”, explican los directivos.
De golpe, al parecer el torneo entra en receso y una gran cantidad de bochófilos y público entra y sale del club. En medio de esa maraña de gente aparece Lucas Núñez, ex jugador y delegado del equipo, con una bolsa repleta de camisetas. Hay más de diez diseños distintos, todos con diferentes publicidades de comercios locales. Una, por caso, teñida de azul y amarillo en la espalda tiene bien grande la leyenda ‘Núñez’, el mismo barrio donde está el Monumental, aunque en este caso hace referencia a una casa electromecánica. Es así, cada casaca guarda una historia.

Algún choricito, vacío y bondiola para el almuerzo, durante el cual Cacho no para de recibir saludos de los feligreses que van y vienen. No hay tiempo para sobremesa y se comienza entonces la recorrida por el club. Luego de atravesar unos pasillos, una puerta da paso a una vista impensada: hay un salón cubierto por un tinglado que mide no menos de 60 metros de largo por 30 de ancho. Allí, además de practicarse distintos deportes, se suelen organizar bailes. “Acá lo que va es el cuarteto. Se probaron otras cosas pero la gente no viene. Es cuarteto o nada”, explica Cacho.
Una vez atravesado el inmenso salón, lo que sigue a continuación son las canchas de fútbol y la pileta, como para dejar en evidencia la magnitud del espacio que desde afuera es imposible de apreciar. Allí, el club planea reacondicionar el predio y construir canchas de fútbol 7 con vestuarios. No lo dirá en ese momento ni tampoco lo mencionará por sí solo, pero la posterior charla sobre cómo distribuir el tiempo entre la familia, el trabajo y el club dejará expuesto al dirigente. El Presidente, arquitecto de profesión, es el encargado del proyecto y diseño de la obra. El costo del trabajo es de 30 mil pesos. ¿Qué dijo Cacho al respecto? “Y… al club no le puedo cobrar nada”.
La sorpresa por la respuesta del presi se agiganta aún más al llegar al estadio de bochas que lleva el nombre “José Donato Ghio”, en referencia al múltiple campeón nacional, sudamericano y mundial. Allí, unas cincuenta personas siguen atentamente desde las tribunas (sí, un estadio de bochas con tribunas) el desarrollo del torneo.
Asombrados, los cronistas siguen al presidente y al vice de regreso al salón principal, que ha cambiado notoriamente su geografía. Ahora luce literalmente lleno y hay que pedir permiso para pasar. Cerca de 70 personas se han acomodado delante de la pantalla para palpitar Belgrano-Boca, que juegan en la capital provincial. La charla está presta a continuar en la oficina administrativa cuando un desaforado grito de gol obliga a asomar la cabeza. Ningún gol del Pirata. Es el uno a cero de Santiago Silva. Sí, en un club llamado River se gritaba un gol de Boca. Cosa rara, las tres conquistas posteriores de Belgrano provocaron más murmullos y risas que gritos apasionados…

Luego de aquel grito, todos volvieron a acomodarse en la oficina y cuando el grabador se iba a encender un ruido a caja de cartón rasgada ganó la escena. Uno de los cronistas asomó la cabeza debajo de una silla y dio con el causante de los ruidos: un perrito buscaba la mejor posición para la siesta vespertina. “¿Es de acá?”, preguntó el enviado. El desconcierto de Fabbro y Bomone fue toda una respuesta.
La incesante lluvia no evitó que los anfitriones ofrecieran un traslado en auto hasta la cancha donde el River bellvillense alimenta sus sueños. En el trayecto, las paradas en la casa donde nació el Matador Kempes y en clubes de la zona como Bell, Central, Talleres y Argentino fueron inevitables.
Durante el paseo por las lluviosas calles cordobesas, Bomone recordó aquella semifinal del consagratorio campeonato del ’75. Es que si bien la definición fue dura, aquel partido previo resultó dramático: para acceder al duelo por el título se ejecutaron ¡71 penales! River derrotó a Talleres ¡36-35!
Ya de regreso a la sede, el paso por la parroquia dio pie para una de las últimas anécdotas: la del cura que fue jugador. El religioso, de notables condiciones a pesar de sufrir una fractura de tibia y peroné, según el relato, fichó para River a pesar de no obtener el permiso por la iglesia y tiempo después dejó los hábitos. Entre sus proezas en el campo, todos recuerdan la ocasión en que fingió un penal que el árbitro terminó cobrando, a sabiendas de su condición de sacerdote y ante la promesa de que un hombre tan cercano a Dios jamás mentiría con una cosa así.
Así, de repente, llegó el saludo final. Tras la despedida y las promesas de reencuentro en caso de que se logre el ansiado campeonato, los cronistas volvieron a cruzarse en una mirada cómplice y sin decir nada largaron alguna que otra sonrisa. Habían recorrido quinientos kilómetros en busca, apenas, de un relato: el de un River que viste los colores de Boca. Y en cambio regresaban a casa con mil historias dentro del grabador.
Mil historias forjadas en una institución que se llama River, pero viste los colores de Boca. Mil historias que simplemente suceden, en un club donde 'nunca pasa nada'.
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